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Luciana
Resuma: Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en pe...
Resuma: Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por los
bramidos de júbilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la puerta,
tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de pájaros dormidos del comedor,
por entre los muebles de mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, pero
cuando quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la mano de gavilán carnicero.
«Me agarró toda la panocha -me dijo Divina Flor-. Era lo que hacía siempre cuando me
encontraba sola por los rincones de la casa, pero aquel día no sentí el susto de siempre
sino unas ganas horribles de llorar.» Se apartó para dejarlo salir, y a través de la puerta
entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, pero
no tuvo valor para ver nada más. «Entonces se acabó el pito del buque y empezaron a
cantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto tan grande, que no podía creerse que
hubiera tantos gallos en el pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo.» Lo único
que ella pudo hacer por el hombre que nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sin
tranca, contra las órdenes de Plácida Linero, para que él pudiera entrar otra vez en caso
de urgencia. Alguien que nunca fue identificado había metido por debajo de la puerta un
Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
10
papel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo estaban
esperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los motivos, y otros detalles
muy precisos de la confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar
salió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho
después de que el crimen fue consumado.
Habían dado las seis y aún seguían encendidas las luces públicas. En las ramas de los
almendros, y en algunos balcones, estaban todavía las guirnaldas de colores de la boda,
y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plaza
cubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los músicos,
parecía un muladar de botellas vacías y toda clase de desperdicios de la parranda
pública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa, varias personas corrían hacia el puerto,
apremiadas por los bramidos del buque.
El único lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia,
donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde
Armenta, la dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y
tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo.
Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los asientos, apretando en el
regazo los cuchillos envueltos en periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento para
no despertarlos.
Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24 años, y se parecían tanto que costaba
trabajo distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena índole», decía el sumario.
Yo, que los conocía desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa mañana
llevaban todavía los vestidos de paño oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales
para el Caribe, y tenían el aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero habían
cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no habían dejado de beber desde la víspera
de la parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres días, sino que parecían
sonámbulos desvelados. Se habían dormido con las primeras auras del amanecer,
después de casi tres horas de espera en la tienda de Clotilde Armenta, y aquél era su
primer sueño desde el viernes. Apenas si habían despertado con el primer bramido del
buque, pero el instinto los despertó por completo cuando Santiago Nasar salió de su
casa. Ambos agarraron entonces el rollo de periódicos, y Pedro Vicario empezó a
levantarse.
-Por el amor de Dios -murmuró Clotilde Armenta-. Déjenlo para después, aunque sea
por respeto al señor obispo.
«Fue un soplo del Espíritu Santo», repetía ella a menudo. En efecto, había sido una
ocurrencia providencial, pero de una virtud momentánea. Al oírla, los gemelos Vicario
reflexionaron, y el que se había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron con la
mirada a Santiago Nasar cuando empezó a cruzar la plaza. «Lo miraban más bien con
lástima», decía Clotilde Armenta. Las niñas de la escuela de monjas atravesaron la plaza
en ese momento trotando en desorden con sus uniformes de huérfanas.
Resuma: Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por los bramidos de júbilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la puerta, tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de pájaros dormidos del comedor, por entre los muebles de mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, pero cuando quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la mano de gavilán carnicero. «Me agarró toda la panocha -me dijo Divina Flor-. Era lo que hacía siempre cuando me encontraba sola por los rincones de la casa, pero aquel día no sentí el susto de siempre sino unas ganas horribles de llorar.» Se apartó para dejarlo salir, y a través de la puerta entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, pero no tuvo valor para ver nada más. «Entonces se acabó el pito del buque y empezaron a cantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto tan grande, que no podía creerse que hubiera tantos gallos en el pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo.» Lo único que ella pudo hacer por el hombre que nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sin tranca, contra las órdenes de Plácida Linero, para que él pudiera entrar otra vez en caso de urgencia. Alguien que nunca fue identificado había metido por debajo de la puerta un Crónica de una muerte anunciada Gabriel García Márquez 10 papel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los motivos, y otros detalles muy precisos de la confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar salió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho después de que el crimen fue consumado. Habían dado las seis y aún seguían encendidas las luces públicas. En las ramas de los almendros, y en algunos balcones, estaban todavía las guirnaldas de colores de la boda, y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los músicos, parecía un muladar de botellas vacías y toda clase de desperdicios de la parranda pública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa, varias personas corrían hacia el puerto, apremiadas por los bramidos del buque. El único lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde Armenta, la dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo. Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los asientos, apretando en el regazo los cuchillos envueltos en periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento para no despertarlos. Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24 años, y se parecían tanto que costaba trabajo distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena índole», decía el sumario. Yo, que los conocía desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa mañana llevaban todavía los vestidos de paño oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales para el Caribe, y tenían el aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero habían cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no habían dejado de beber desde la víspera de la parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres días, sino que parecían sonámbulos desvelados. Se habían dormido con las primeras auras del amanecer, después de casi tres horas de espera en la tienda de Clotilde Armenta, y aquél era su primer sueño desde el viernes. Apenas si habían despertado con el primer bramido del buque, pero el instinto los despertó por completo cuando Santiago Nasar salió de su casa. Ambos agarraron entonces el rollo de periódicos, y Pedro Vicario empezó a levantarse. -Por el amor de Dios -murmuró Clotilde Armenta-. Déjenlo para después, aunque sea por respeto al señor obispo. «Fue un soplo del Espíritu Santo», repetía ella a menudo. En efecto, había sido una ocurrencia providencial, pero de una virtud momentánea. Al oírla, los gemelos Vicario reflexionaron, y el que se había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron con la mirada a Santiago Nasar cuando empezó a cruzar la plaza. «Lo miraban más bien con lástima», decía Clotilde Armenta. Las niñas de la escuela de monjas atravesaron la plaza en ese momento trotando en desorden con sus uniformes de huérfanas.