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JEAN-LUC NANCY EL INTRUSO «Estoy, junto con mis semejantes [...] en los comienzos de una mutación [...] el hombre comienza a sobrepasar infinitamente al hombre […] Eso convierte en lo que es el más terrorífico y perturbador tec- nico [...] el que desnaturaliza y rehace la naturaleza, el que re- crea la creación, el que la saca de la nada y el que, quizás, vuelva a llevarla a la nada. El que es capaz del peligro del fin. » >El intruso no es otro que yo mismo y el hombre mismo. No otro que el mismo que no termina de alterarse, a la vez aguar- do y agotado, desusado y sobreequipado, intruso en el mun- do tanto como en sí mismo, inquietante oleada de lo ajeno, constituido de una infinidad excreciente.» >Desagradable, admirable, de una lucidez soberbia y exactitud, testimonio único en historia de la filosofía de la humanidad> (Jacques Derrida en Lo toucher, Jean-Luc Nancy.) JEAN-LUC NANCY es profesor de filosofía en la Universidad de Estrasburgo y conferencista invitado en las universidades de Berkeley y Berlín. Entre sus obras, que reflejan el amplio aspecto de interés de sus reflexiones, podemos mencionar La communauté désœuvrée (1986), L'évidence du lieu et l'oubli de subir Pous (1992, Le sens du monde (1993), Être singulier pluriel (1996), Le création du monde – ou la mondialisation (2002). Amorrortu/Editores ISBN 84-610-9007-1 Sin duda, esto sólo sucede a condición de que yo lo quiera, y algunos otros conmigo. «Algunos otros» son mis parientes, pero también los médicos y por fin yo mismo, que me descubro aquí más doble o múltiple que nunca. Es preciso que toda esta gente a la vez, por motivos diferentes en cada caso, se ponga de acuerdo en pensar que vale la pena prolongar mi vida. No es difícil imaginar la complejidad del conjunto ajeno que interviene de este modo en lo más vivo de «mí». Dejemos de lado a los parientes, y también a mí «mismo» (que sin embargo, lo he dicho, se desdobla: una extraña suspensión del juicio me hace imaginar que muero, sin sublevación, también sin atracción...; uno siente que el corazón la abandona, cree que va a morir, que ya no va a sentir nada). Pero los médicos —que son aquí todo un grupo— intervienen mucho más de lo que hubiera pensado: deben, ante todo, evaluar la indicación del trasplante, luego deben proponerlo, no imponerlo. (Para ello, entiendo que habrá un «seguimiento» obligatorio, sin más; ¿qué otra cosa podrían asegurar? Ocho años más tarde, y después de muchas otras molestias, tendré un cáncer provocado por el tratamiento; pero sobrevivo todavía hoy: ¿quién dirá lo que «vale la pena», y qué pena?) Pero los médicos deben también decidir, lo comprenderé hilvanando retazos, una inscripción en la lista de espera (en mi caso, por ejemplo, aceptar mi pedido de inscribirme recién hacia el final del verano, lo cual suporne una cierta confianza en la firmeza del corazón), y esta lista implique elecciones: me hablarán de otra persona susceptible de recibir un trasplante, pero manifiestamente incapaz de soportar las consecuencias médicas de este, sobre todo la toma de medicamentos. Sé también que sólo me pueden implantar un corazón del grupo O positivo, lo cual limita las posibilidades. No plantearé ninguna pregunta: ¿Cómo se decide, y quién decide, cuando hay un órgano disponible para más de un trasplantado po- tencial? Se sabe que en esto la demanda es mayor que la oferta... De pronto, mi sobrevivencia está inscrita en un proceso complejo tejido entre extraños y extrañezas. ¿En qué punto debe alcanzarse un acuerdo de todos para la decisión final? En lo tocante a una sobrevivida que no se puede considerar desde el punto de vista estricto de una pura necesidad: ¿adónde se iría a tomarla? ¿Cuál es la obligación de hacerme sobrevivir? Esta pregunta se ramifica en muchas otras: ¿Por qué yo? ¿Por qué sobrevivir, en general? ¿Qué significa «sobrevivir»? ¿Es, además, un término apropiado? ¿Por qué la duración de una vida es un bien? Tengo entonces cincuenta años: la edad de alguien que sólo es joven en un país desarrollado a fines del siglo XX... Morir a esa edad no tenía nada de escandaloso hace apenas dos o tres siglos. ¿Por qué el término «escandaloso» se me ocurre hoy en este contexto? ¿Y por qué y cómo no hay ya para nosotros, «desarrollados» del año 2000, un «tiempo justo» para morir (apenas antes de los ochenta años, y el límite no va a dejar de ampliarse)? Un médico me dijo un día, cuando renunciaron a encontrar la causa de mi miocardiopatía: «Su corazón estaba programado para durar hasta los cincuenta años». Pero, ¿cuál es ese programa del que no puedo hacer destino ni providencia? No es más que una corta secuencia programática en una ausencia general de programación. ¿Dónde está, aquí, la justeza y la justicia? ¿Quién las mide, quién las pronuncia? Todo es llegar de otra parte y desde afuera en esta historia, así como mi corazón, mi cuerpo, me llegaron de otra parte, son otra parte en mí. No pretendo trazar la cantidad con desprecio, ni declarar que ya no sabemos contar más que con la duración de una vida, indiferentes a su «calidad». Estoy dispuesto a reconocer que incluso en una expresión como «Es mejor que nada»* se ocultan bastantes más secretos que lo que parece. La vida no puede hacer otra cosa que impulsar a la vida. Pero también de siempre hasta hacia la muerte: ¿Por qué iba, en fin, a existir limite del corazón? ¿Por qué no lo habría hecho? * En el original, c'est toujours ça de pris. (N. de la T) Aislar la muerte de la vida, no dejarlas entrelazarse íntimamente, cada una intrusa en el corazón de la otra: he aquí lo que nunca hay que hacer. Después de ocho años habré escuchado tantas veces, y yo mismo me habré repetido tantas otras, durante las pruebas: «Pero si no, no estarías aquí!». ¿Cómo pensar esta especie de cuasinecesidad o de carácter deseable de una presencia cuya ausencia siempre habría podido, simplemente, configurar de otro modo el mundo de algunos? ¿Al precio de un sufrimiento? Seguramente. Pero, ¿por qué siempre volver a lanzar la asintota de una falta de sufrimiento? Vieja pregunta, que la técnica exacerba y lleva a un grado para el cual —es preciso confesarlo— distamos de estar preparados. Al menos desde la época de Descartes la humanidad moderna hizo del voto de supervivencia y de inmortalidad un elemento en un programa creciente de «dominio y posesión de la naturaleza». Programó de este modo una ajenidad creciente de la «naturaleza». Reavivó la ajenidad absoluta del doble enigma de la mortalidad y la inmortalidad. Elevó lo que representaban las religiones a la potencia de una técnica que empuja más lejos el final en todos los sentidos de la expresión: al prolongar el plazo, despliega una ausencia de fin. ¿Qué vida prolongar, con qué finalidad? Diferir la muerte es también exhibirla, subrayarla. Es preciso decir solamente que la humanidad nunca estuvo preparada para ninguna variante de dicha pregunta, y que su no preparación para la muerte no es más que la muerte misma: su golpe y su injusticia. El intruso se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin derecho y sin haber sido admitido de antemano. Es indispensable que en el extranjero* haya algo del intruso, pues sin ello pierde su ajenidad. Si ya tiene derecho de entrada y de residencia, si es esperado y recibido sin que nada de él quede al margen de la espera y la recepción, ya no es el intruso, pero tampoco es ya el extranjero. Por * Étranger en el original. El rango de significados del término es amplio, ya sea que se lo emplee como sustantivo o se lo utilice en forma adjetiva: el extranjero, el que llega desde afuera, pero también el extraño. Como sustantivo, puede significar «extranjero», «extraño» o «ajeno». Hemos optado por «extranjero» cada vez que el término entra en tensión con otro que retiene la llegada desde afuera: el intruso. Como, si, según los diferentes contextos en que es empleado, optamos por traducirlo como «ajeno». En relación con su término asociado, étranger, preferimos traducir «extrañeza irracionalizada»; en este último caso no hay ambigüedad posible con «extranjera», que en el original aparece como étrangèreté. (N. de la T.) eso no es lógicamente procedente ni éticamente admisible excluir toda intrusión en la llegada del extranjero. Una vez que está ahí, si sigue siendo extranjero, y mientras siga siéndolo, en lugar de simplemente «naturalizarse», su llegada no cesa: él sigue llegando y ella no deja de ser en algún aspecto una intrusión: es decir, carece de derecho y de familiaridad, de acostumbramiento. En vez de ser una molestia, es una perturbación en la intimidad. Es esto lo que se trata de pensar, y por lo tanto de practicar: si no, la ajenidad del extranjero se reasorbe antes de que este haya franqueado el umbral, y ya no se trata de ella. Recibir al extranjero también debe ser, por cierto, experimentar su intrusión. La mayoría de las veces no se lo quiere admitir: el motivo mismo del intruso es una intrusión en nuestra corrección moral (es incluso un notable ejemplo de lo politically correct). Sin embargo, es indiscacial de la verdad del extranjero. Esta corrección moral supone recibir al extranjero borrando en el umbral su ajenidad: pretende entonces no haberlo admitido en absoluto. Pero el extranjero insiste, y se introduce. Cosa nada fácil de admitir, ni quizá de concebir... Yo (¿quién, «yo»?; esta es precisamente la pregunta, la vieja pregunta: ¿cuál es ese sujeto de la enunciación, siempre ajeno al sujeto de su enunciado, respecto del cual es forzosamente el intruso, y sin embargo, y a la fuerza, su motor, su embrague o su corazón?), yo he recibido, entonces, el corazón de otro; pronto se cumplirán diez años. Me lo trasplantaron. Mi propio corazón (la cosa pasa por lo «propio», lo hemos comprendido; o bien no es en absoluto eso, y no hay propiamente nada que comprender, ningún misterio, ninguna pregunta siquiera, sino la simple evidencia de un trasplante,* como dicen preferentemente los médicos), mi propio corazón, por tanto, estaba fuera de servicio por una razón nunca aclarada. Para vivir era preciso, pues, recibir el corazón de otro. * Salvo aquí, cada vez que en el texto se hace referencia al trasplante se utiliza el término greffe. En este caso se opta por un término menos coloquial, puesto que es el que utilizan los médicos: transplantation, el cual hace referencia al proceso de trasplante del órgano completo y la reconexión del sistema de vasos que lo alimentan. En francés, a diferencia del español, greffe se refiere tanto a (Pero, ¿qué otro programa se cruzaba entonces con mi programa fisiológico? Menos de veinte años atrás no se hacían trasplantes, y sobre todo, no se recurría a la ciclosporina, que protege contra el rechazo del órgano trasplantado. Dentro de veinte años seguramente se practicarán otros trasplantes, con otros medios. Se produce un cruce entre una contingencia personal y una contingencia en la historia de las técnicas. Antes, yo habría muerto; más adelante sería, por el contrario, un sobreviviente. Pero siempre ese «yo» se encuentra estrechamente aprisionado en un nicho de posibilidades técnicas. Por eso es vano el debate que he visto desplegarse entre quienes pretendían que fuera una aventura metafísica y quienes lo concebían como una proeza técnica: se trata por cierto de ambas, una dentro de otra.) * La operación para extraer el órgano del donante como la operación de implantación del órgano del receptor se designa con el solo «ablation», y «trasplante» se reserva únicamente para la operación de injerto de válvulas (cuando se necesita). En francés se emplea el término greffe para hacer referencia al injerto o trasplante del órgano completo. JEAN-LUC NANCY EL INTRUSO desde el momento en que me dijeron que era necesario hacerme un trasplante, todos los signos podían vacilar, todos los puntos de referencia invertirse, sin reflexión, por supuesto, e incluso sin identificación de ningún acto ni de permutación alguna. Simplemente, la sensación física de un vacío ya abierto en el pecho, con una suerte de apnea en la que nada, estrictamente nada, todavía hoy, podría separar en mí lo orgánico, lo simbólico y lo imaginario, ni distinguir lo continuo de lo interrumpido: todo eso fue como un mismo sollozo, impulsado de allí en más a través de una extraña caverna ya muy perceptiblemente entreabierta, y como una misma representación, de la rasgadura por la borda mientras se permanece en la cubierta. Si mi propio corazón me abandonaba, ¿hasta dónde era el mío, y «mi» propio órgano? ¿Era siquiera un órgano? Desde hacía algunos años experimentaba cierto palpitar, quiebres en el ritmo, poco en verdad (cifras de máquinas, como la «fracción de eyección», cuyo nombre me gustaba): no un órgano, no la masa muscular rojo oscuro acorazada con tubos que, ahora, de improviso, debía imaginar. No «mi corazón» latiendo sin cesar, tan ausente hasta encontrarme con la planta de mis pies durante la marcha. Se me volvía ajeno, hacía intrusión por defección: casi por rechazo,** si no por eyeción. Tenía ese corazón en la boca, como un alimento inconveniente. Algo así como una náusea,** ** Juego de palabras imposible de traducir los términos en francés son intrusion, défection, rejéction, déjection. En el caso del tercer término, en español se pierde la terminación en «ción», puesto que se debe traducir como rechazo (del órgano). (N. de la T.) JEAN-LUC NANCY pero disimulada. Un suave deslizamiento me separaba de mí mismo. Estaba allí, era verano, había que esperar, algo se desprendía de mí, o surgía en mí donde no había nada: nada más que la «propia» inmersión en mí de un «yo mismo» que nunca se había identificado como ese cuerpo, todavía menos como ese corazón, y que se contemplaba de repente. Por ejemplo, al subir las escaleras, más adelante, cuando sentía las palpitaciones de cada extrasístole como la caída de una piedra en el fondo de un pozo. ¿Cómo se convierte entonces uno en una representación para uno mismo? ¿Y en un montaje de funciones? ¿Y dónde desaparece entonces la evidencia poderosa y muda que mantenía el conjunto unido sin historia? EL INTRUSO Mi corazón se convertía en mi extranjero: justamente extranjero porque estaba adentro. Si la ajenidad venía de afuera, era porque antes había aparecido adentro. Qué vacío abierto pronto en el pecho o en el alma —¡es lo mismo!— cuando me dijeron: «Será necesaria un trasplante...». Aquí, el espíritu retorna como un objeto nulo: nada que saber, nada que comprender, nada que sentir. La intrusión de un cuerpo ajeno al pensamiento. Ese blanco permanecerá en mí como el pensamiento mismo y su contrario al mismo tiempo. Un corazón que sólo late a medias es sólo a medias mi corazón. Yo no estaba más en mí. Llego desde el lado, o bien ya no llego. Una ajenidad se revela «en el corazón» de lo más familiar, pero familiar es decir demasiado poco: en el corazón de lo que nunca se designaba como «corazón». Hasta aquí, era extranjero a fuerza de no ser siquiera sensible, de no estar siquiera presente. De allí en más desfallezco, y esta ajenidad vuelve a conducirme a mí mismo. «Yo» soy porque estoy enfermo («enfermo» no es el término exacto: no está infectado, está enmohecido, rígido, bloqueado). Pero el que está jodido es ese otro, mi corazón. A ese corazón, ahora intruso, es preciso extraerlo. De este modo, el extranjero múltiple que es intrusión en mi vida (mi tenue vida jadeante que a veces resbala en el malestar, al borde de un abandono apenas asombrado) no es otro que la muerte, o más bien la vida/la muerte: una suspensión del continuum de ser, una es- cansión en la que «yo» no tiene/no tengo dema- siado que hacer. La revuelta y la aceptación son igualmente ajenas a la situación. Pero no hay nada que no sea ajeno. El medio de sobre- vivir, el mismo, él antes que nada, es de una completa ajenidad: ¿qué puede ser eso de re- emplazar un corazón? La cosa excede a mis po- sibilidades de representación. (La apertura de todo el tórax, la conservación del órgano a tras- plantar, la circulación extracorpórea de la san- gre, la sutura de los vasos... Comprendo, por cierto, que los cirujanos hablen de la insigni- ficancia de este último punto: en los by-pass, los vasos son bastante más pequeños. Pero no obsta: el trasplante impone la imagen de un pasaje a través de la nada, una salida hacia un espacio vaciado de toda propiedad o toda inti- midad, o, muy por el contrario, de la intrusión en mí de este espacio: tubos, pinzas, suturas y sondas.) ¿Qué es esta vida «propia» que se trata de «salvar»? Se revela entonces, al menos, que es- ta propiedad no reside en nada en «mi» cuerpo. No se sitúa en ninguna parte, ni en ese órgano cuya reputación simbólica ya no hay que cons- truir. (Se dirá: queda el cerebro. Y, por supuesto, la idea del trasplante de cerebro agita cada tanto las crónicas. La humanidad volverá a ha- blar de ello algún día, sin duda. Por el momen- to, se admite que un cerebro no sobrevive sin el resto del cuerpo. En cambio, y para no insistir, sobreviviría quizá con un sistema entero de cuerpos ajenos trasplantados...) Vida «propia» que no se sitúa en ningún ór- gano y que sin ellos no es nada. Vida que no só- lo sobrevive, sino que vive siempre propiamente, bajo una triple influencia ajena: la de la de- cisión, la del órgano, la de las consecuencias del trasplante. De entrada, el trasplante se presenta como una restitutio ad integrum: se ha vuelto a en- contrar un corazón que palpita. En este aspec- to, toda la simbólica dudosa del don del otro, de una complicidad o una intimidad secreta, fantasmática, entre el otro y yo, se desmorona muy rápido; parece, por otra parte, que su uti- lización, todavía difundida cuando me hicieron el trasplante, desaparece poco a poco de las conciencias de los trasplantados: ya existe una historia de las representaciones del trasplante. Se ha puesto mucho el acento en una solidari- dad, incluso en una fraternidad, entre los «do- nantes» y los receptores, con la finalidad de in- citar a la donación de órganos. Y nadie puede dudar de que eso no haya llegado a ser una obligación elemental de la humanidad (en los «sentidos del término»), ni que instituya en- tre todos, sin más límites que las incompatibili- dades de grupos sanguíneos (sin límites se- xuales o étnicos en particular: mi corazón pue- de ser el corazón de una mujer negra), una po- sibilidad de red en que la vida/muerte se com- parte, la vida se conecta con la muerte, lo incomunicable se comunica. Muy rápidamente, sin embargo, el otro co- mo extranjero puede manifestarse: ni la mujer, ni el negro, ni el joven, ni el vasco, sino el otro inmunitario, el otro insustituible a quien, em- pero, se ha sustituido. Esto se denomina «re- chazo»: mi sistema inmunitario rechaza el sis- tema del otro. (Esto quiere decir: «yo» tengo dos sistemas, dos identidades inmunitarias...). No poca gente cree que el rechazo consiste literal- mente en escupir el corazón, en vomitarlo: des- pués de todo, el término parece adecuado para hacerlo creer. No es eso, pero se trata, sin duda, de lo que es intolerable en la intrusión del in- truso, mortal sin un tratamiento inmediato. La posibilidad del rechazo nos instala en una doble ajenidad: por una parte, la del cora- zón trasplantado, que el organismo identifica y ataca en cuanto ajeno; por otra, la del estado en JEAN-LUC NANCY que la medicina instala al trasplantado para protegerlo. Deduce su inmunidad para que soporte al extranjero. Lo convierte, entonces, en extranjero para sí mismo, para esta identidad inmunitaria que es un poco su firma fisiológica. El intruso está en mí, y me convierto en extranjero para mí mismo. Si el rechazo es muy fuerte, es necesario tratarme para que resista a las defensas humanas (esto se hace con inmunoglobulina extraída de los conejos y destinada a ese uso «antihumano», tal como se especifica en el prospecto, y cuyos efectos sorprendentes, unos temblores casi convulsivos, no dejo de recordar). Pero el hecho de convertirme en un extranjero para mí mismo no me acerca al intruso. Parecería, más bien, que se hace pública una ley general de la intrusión. Jamás hay una sola: ni bien se produce, comienza a multiplicarse, a identificarse en sus diferencias internas renovadas. De este modo, padecería varias veces el virus del herpes zóster o el citomegalovirus, extranjeros dormidos en mí desde siempre y que se despiertan de pronto contra mí por la necesaria inmunodepresión. El intruso Como mínimo, sucede lo siguiente: identidad vale por inmunidad, una se identifica con otra. Reducir una es reducir la otra. La ajenidad y la extranjería se vuelven comunes y cotidianas. Esto se traduce en una exteriorización constante de mí: es preciso que me mida, que me controle, que me pruebe. Se nos amonesta con recomendaciones en relación con el mundo exterior (las muchedumbres, los negocios, las piscinas, los niños, los enfermos). Pero los enemigos más vivos están en el interior: los viejos virus agazapados desde siempre a la sombra de la inmunidad, los intrusos de siempre, puesto que siempre los hubo. En este último caso, no hay prevención posible. Si tratamientos que se ramifican una vez más en ajenidades. Que fatigan, que arruinan el estómago . . . , o bien el dolor aullante del herpes zóster. . . A través de todo eso, ¿qué «yo» [moi:] sigue qué trayectoria? ¡Qué extraño yo! No es que me hayan abierto, hendido, para cambiarme el corazón. Es que esta hendidura no puede volver a cerrarse. (Por otra parte, cada radiografía lo muestra, el esternón se cose con ganchos de hilos de acero retorcidos.) Estoy abierto cerrado. Hay allí una abertura por la cual pasa un flujo incesante de ajenidad: los inmunodepresores, los otros medicamentos destinados a combatir algunos de los llamados efectos secundarios, los efectos que no se sabe combatir (como la degradación de los riñones), los controles renovados, toda la existencia colocada en un nuevo registro, barrida de lado a lado. La vida explorada y trasladada a múltiples registros en los que cada uno inscribe otras posibilidades de muerte. EL INTRUSO De este modo, yo mismo me convierto en mi intruso, de todas esas maneras acumuladas y opuestas. Lo siento con precisión, es mucho más fuerte que una sensación: la ajenidad de mi propia identidad, que, sin embargo, siempre me fue tan viva, nunca me tocó con esta acuidad. «Yo» se convirtió claramente en el índice formal de un encadenamiento inverificable e implacable. Entre yo y yo, siempre hubo espacio-tiempo: pero hoy existe la abertura de una incisión y lo irreconciliable de una inmunidad contrariada. Aparece, además, el cáncer: un linfoma del que nunca había notado más que su eventualidad (no su necesidad, por cierto: pocos trasplantados pasan por ello), señalada en el prospecto de la ciclosporina. La causa es la baja inmunitaria. El cáncer es como el rostro masticado, ganchudo y estragado del intruso. Extraño a mí mismo, y yo mismo que me enajeno. ¿Cómo decirlo? (Pero se discute todavía acerca de la naturaleza exógena o endógena de los fenómenos cancerosos.) Aquí también, de otro modo, el tratamiento exige una intrusión violenta. Incorpora una cantidad de ajenidad quimioterapéutica y radioterapéutica. Al mismo tiempo que el linfoma roe el cuerpo y lo agota, los tratamientos lo atacan, lo hacen sufrir de diversas maneras, y el sufrimiento es la relación entre una intrusión y su rechazo. Aún la morfina, que calma los dolores, provoca otro sufrimiento: el embrutecimiento y el extravío. El tratamiento más elaborado se denomina «autotrasplante» (o «trasplante de células madre»): después de haber vuelto a activar mi producción linfocitaria por medio de «factores de crecimiento», durante cinco días seguidos me extraen glóbulos blancos (se hace circular toda la sangre fuera del cuerpo y los extraen mientras esta circula). Los congelan. Luego me ponen en una cámara estéril durante tres semanas y me aplican una quimioterapia muy fuerte, que deprime la producción de la médula antes de reactivar mediante el reimplante de las células madre congeladas (sobrevuela un extraño olor a ajo durante este procedimiento...). La baja inmunitaria llega a niveles extremos y genera fuertes fiebre, micosis, trastornos en serie, antes que la producción de linfocitos se recupere. 38 Se sale desorientado de la aventura. Uno ya no se reconoce: pero «reconocer» no tiene ahora sentido. Uno no tarda en ser una mera fluctuación, una suspensión de ajenidad entre estados mal identificados, dolores, impotencias, desfallecimientos. La relación consigo mismo se convierte en un problema, una dificultad o una opacidad: se da a través del mal o del miedo, ya no hay nada inmediato, y las mediaciones cansan. La identidad vacía de un «yo» ya no puede reposar en su simple adecuación (en su «yo = yo») cuando se enuncia: «yo sufro» implica dos yoes extraños uno al otro (pero que sin embargo se tocan). Lo mismo ocurre con «yo gozo» (podríamos mostrar que esto se indica en la pragmática de uno y otro enunciado): pero en el «yo sufro», un yo rechaza al otro, mientras que en el «yo gozo», uno excede al otro. Esto se asemeja, sin duda, como dos gotas de agua, ni más ni menos. Yo termino/termina por no ser más que un hilo tenue, de dolor en dolor y de ajenidad en ajenidad. Se llega a cierta continuidad en las intrusiones, un régimen permanente de la intrusión: a la ingesta más que cotidiana de medicamentos y a los controles en el hospital se agregan las consecuencias dentales de la radioterapia, así como la pérdida de saliva, el control de los alimentos y el de los contactos contagiosos, el debilitamiento de los músculos y de los riñones, la disminución de la memoria y de la fuerza para trabajar, la lectura de los análisis, las reincidencias insidiosas de la mucositis, la candidiasis o la polineuritis, y esa sensación general de no ser ya disociable de una red de medidas, de observaciones, de conexiones químicas, institucionales, simbólicas, que no se dejan ignorar como las que constituyen la trama de la vida corriente y, por el contrario, mantienen encerradas y expresamente advertida a la vida de su presencia y su vigilancia. Soy ahora indiscociable de una disociación polimorfa. 40 Así fue siempre, más o menos, la vida de los viejos y de los enfermos: pero yo no soy exactamente ni lo uno ni lo otro. Lo que me cura es lo que me afecta o me infecta, lo que me hace vivir es lo que me envejece prematuramente. Mi corazón tiene veinte años menos que yo, y el resto de mi cuerpo tiene una docena (al menos) más que yo. De este modo, rejuvenecido y envejecido a la vez, ya no tengo edad propia y no tengo propiamente edad. Tampoco tengo propiamente oficio, sin estar jubilado. No soy, asimismo, nada de lo que tengo que ser (marido, padre, abuelo, amigo) sino ser en esa condición demasiado general del intruso, de los diversos intrusos que pueden, a cada instante, tomar mi lugar en la relación o en la representación del prójimo. Con un mismo movimiento, el «yo» más absolutamente propio se aleja a una distancia infinita (¿adónde va?, ¿a qué punto de fuga desde el cual pueda proferir todavía que esto será mi cuerpo?) y se hunde en una intimidad más profunda que toda interioridad (el nicho inexpugnable desde el cual digo «yo», pero que sé tan hendido como un pecho abierto sobre un vacío como el deslizamiento en la inconciencia mortífera del dolor y del miedo mezclados en el abandono). Corpus meum e interior intimo meo, las dos expresiones juntas para decir con gran exactitud, en una configuración completa de la muerte de los dichos, que la verdad del sujeto es su exterioridad y su excesividad: su exposición infinita. El intruso me expone excesivamente. Me extrude, me exporta, me expropia. Soy la enfermedad y la medicación, soy la célula cancerosa y el órgano trasplantado, soy los agentes inmunosupresores y sus paliativos, soy los ganchos de hilo de acero que me sostienen el esternón y soy ese sitio de inyección cosido permanentemente bajo la clavícula, así como ya era, por otra parte, esos clavos en la cadera y esa placa en la ingle. Me convierto en algo así como un androide de clínica en el que advierten en un muerto-vivo, como digo una vez mi hijo menor. 42 JEAN-LUC NANCY Estoy, junto con mis semejantes cada vez más numerosos, 1 en los comienzos de una mu­ tación. En efecto, el hombre comienza a sobre­ pasar infinitamente al hombre (esto es lo que siempre quiso decir la «muerte de dios», en todos los sentidos posibles ). Se convierte en lo que es: el más temeroso y perturbador técnico, como lo designó Sófocles hace veinticinco si­ glos, el que desnaturaliza y rehecha la natura­ leza, el que recrea la creación, el que la saca de la nada y el que, quizá, vuelve a llevarla a la nada. El que es capaz del origen y del fin. El intruso no es otro que yo mismo y el hom­ bre mismo. No otro que el mismo que no termi­ na de alterarse, a la vez aguzado y agotado, des­ nudado y sobreequipado, intruso en el mundo tanto como en sí mismo, inquietante oleada de lo ajeno, conatus de una infinidad excreciente. 2 44 1 Coincido con las ideas de algunos amigos: Alex, que habla en alemán de ser un-eins con el sida, para referirse a una existencia cuya unidad radica en la división y la discordia consigo mismo; o Giorgio, que habla en griego de un bios que no es más que zoé, una forma de vida que ya no sería más que la simple vida conservada. Véase Alex García-Düttmann, Unmensch Aids, Frankfurt: Fis­ cher, 1993, y Giorgio Agamben, Homo sacer I, Turín: Ei­ naudi, 1995 (traducción francesa: Homo sacer I, París: Le Seuil, 1997; traducción española: Homo sacer I, Va­ lencia: Pre-Textos, 1998). Para no decir nada de los tra­ slantes, suplementos y prótesis de Derrida. Y el recuerdo in duobje de Sylvie Blocher, Jean-Luc con un corazón de mujer. JEAN-LUC NANCY 2 Este texto fue publicado por primera vez en respuesta a la invitación hecha por Abdelwahab Meddeb para par­ ticipar, en su revista Dédale, en un número titulado «La venue de l'étranger» [«La llegada del extranjero»] (n° 9­ 10, París: Maisonneuve et Larose, 1999). 45 Post scriptum (abril de 2005) Han transcurrido cinco años desde la prime­ ra publicación de este texto. En este periodo su­ peré los diez años de trasplante que desde el primer momento se me habían esbozado como límite, como el horizonte más alejado que tal vez - he pensado no hace mucho - no llegaría alcanza r. Pasado este umbral, acecho (vagamente, a decir verdad) las esperanzas de vida de los trasplantados, o bien me complazco en hacer­ me creer que ya no hay límites y recupero la convicción de inmortalidad que todos compar­ timos, pero aumentando por la seguridad de ha­ ber franqueado al menos dos veces el término crítico. A veces temo la usura de tantos años de qui­ mioterapia y de un corazón que trabaja en con­ dic iones delicadas; otras, el tiempo pasado me 47 JEAN-LUC NANCY parece, por el contrario, una garantía de regu­ la ridad y de una larga traves ía. De una u otra manera, una nueva ajenidad se ha apodera de mí. Ya no sé muy bien a tí­ tulo de qué sobrevivo, ni si tengo verdadera­ mente los medios para ello o el derecho. (Jac­ ques Derrida hizo del «sobrevivir» un concepto. Hace ya seis meses que se fue. El páncreas no se trasplanta .) Por supuesto, ese sentimiento af lora rara y f ugit ivamente . La mayor parte del tiempo no pienso en ello , así como concurro menos al hospital (el cual pierde , por esa ra­ zón, la fam iliaridad que había adquirido). Pero cuando ese pensamiento me atraviesa , com­ prendo también que ya no tengo un int ruso en mí: yo lo soy, y como tal frecuento un mundo donde mi pres encia bien podría ser demasiado artificial o demasi ado poco legít ima. ¿Tal conciencia es de mane ra banal la de mi muy simple contingencia? ¿El ingenio tecno­ logico vuelve a llevarme y exponerme a esa sim­ plicidad? La idea de una a jenidad singular. Obras de Jean-Luc Nancy En Éditions Galilée Le titre de la lettre , con Pilippe Lacoue-Labarthe, 1972. La remarque speculative , 1973. Le partage des voix, 1982. Hypnoses, con Mikkel Borch-Jacobsen y Fine Mi­ chaud, 1984. Loubli de la philosophie, 1986. L'expérience de la liberté , 1988 . Une pensée finie, 1990. Le sens du monde, 1993 ; reed. 2001. Les muses, 1994 ; reed. 2001. Être singulier pluriel, 1996. Le regard du portrait , 2000. L'intrus , 2000 . La pensée dérobée , 2001. «La connaissance des textes» , Lecture d'un manuscrit illisible , con Simon Hantaï y Jacques Derrida , 2001 . L'llya et du rapport sexuel, 2001. Visitation (de la peinture chrétienne), 2001 . La communauté affrontée , 2001. La création du monde - oui la mondialisation , 2002. À l'écoute , 2002. Au fond des images , 2003. Chroniques philosophiques , 2004. Fortina, Les dessous et les détours du poème , con Virginie Lalucq, 2004. 48 49 JEAN-LUC NANCY Iconographie de l’auteur, con Federico Ferrari, 2005. La déclosion (Déconstruction du christianisme, 1), 2005. En otras editoriales •Logodaedalus, Flammarion, 1976. • L’absolu littéraire, con Philippe Lacoue-Labarthe, Seuil, 1978. •Ego sum, Flammarion, 1979. • L’impératif catégorique, Flammarion, 1983. La communauté désœuvrée, Christian Bourgois, 1986. •Des lieux divins, Mauvezin: TER, 1987; reed. 1997. •La comparution, con Jean-Christophe Bailly, Chris¬ tian Bourgois, 1991. •Le mythe nazi, con Philippe Lacoue-Labarthe, L’AU¬ be, 1991. •Le poids d’une pensée, Quebec: Le Griffon d'argile/ Grenoble: PUG, 1991. •Corpus, Anne-Marie Metailié, 1992. •Nûm, con François Martin, Valencia: Erba, 1994. •L’adoration de la poésie, Burdeos: William Blake & Co, 1997. •Hegel, l’inquiétude du negatif, Hachette, 1997. •La naissance des seins, Valencia: Erba, 1997. Laulu auxoit, Mille et Une Nuits, 1999. L’intrus, con Susanna Fischer, Au Figué’, 2000. •Dehors la danse, con Mathilde Monnier, Lyon: Rroz, 2001. L’évidence du film, con Abbas Kiarostami, Bruselas: Yves Gevaert Editeur, 2001. •Etre singulier pluriel, Burdeos: William Blake & Co, 2001. 50 Transcription, Ivry-sur-Seine: Crédac, 2001. •Nus sommes, con Federico Ferrari, Bruselas: Yves • Gevaert, 2002. •Sans titre/Senza titolo, con Claudio Parmiggiani, Milán: Gabriele Mazzotta, 2003. •Noli me tangere, Bayard, 2003. •Wir, con Anne Immelé, Trézélan: Filigranes, 2003. Au ciel et sur la terre, Bayard, 2004. 51 Colección Nómadas Pierre Alféri, Buscar una frase Alain Badiou, De un desastre oscuro. Sobre el fin de la ver¬ dad de Estado Jean Baudrillard, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas Jacques Derrida, Aprender por fin a vivir (Entrevista con Jean Birnbaum) Jean-Luc Nancy, El intruso Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato Jean-Luc Nancy, La representación prohibida Mario Perniola, Contra la comunicación Paul Ricoeur, El mal. Un desafío a la filosofía y a la teología Obras en preparación Georges Charbonnier, Entrevistas con Claude Lévi-Strauss Hélène Cixous, La llegada a la escritura Martin Heidegger, La pobreza Jacques Rancière, El odio a la democracia Colección Mutaciones François Balms, Lo que Lacan dice del ser (1953-1960) Georges Canguilhem, Escritos sobre la medicina Gilles Deleuze, Presentación de Sacher-Masoch. Lo frío y lo cruel Roberto Esposito, Communitas. Origen y destino de la co¬ munidad Roberto Esposito, Immunitas. Protección y negación de la vida René Guitart, Evidencia y extrañeza. Matemática, psico- análisis, Descartes y Freud Jean-Claude Milner, El periplo estructural. Figura y para¬ digma Jean-Claude Milner, El paso filosófico de Roland Barthes Gérard Wajcman, El objeto del siglo Obra en preparación Roberto Esposito, Bíos. Biopolítica y filosofía Otros títulos de esta editorial Theodor W. Adorno, Consignas Gaston Bachelard, Estudios Gaston Bachelard, La filosofía del no Georges Canguilhem, Ideología y racionalidad en la historia de la ciencia de la vida Gilles Deleuze, Diferencia y repetición Gilbert Durand, La imaginación simbólica Maurice Ferraris, Introducción a Derrida Lucien Goldmann, Introducción a la filosofía de Kant Max Horkheimer, Teoría crítica Lazar Kokoulack, La persistencia del mito Kurt Lenk, El concepto de ideología. Comentario crítico y se¬ lección sistemática de textos Anne Sauvagnargues, Deleuze. Del animal al arte Charles Taylor, La libertad de los modernos François Zourabichvili, Deleuze. Una filosofía del aconteci¬ miento Obras en preparación Georges Canguilhem, Estudios de historia y de filosofía de las ciencias Leo Strauss, El renacimiento del racionalismo político clásico